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Manisha y el rangoli del deseo ....

  • Foto del escritor: Ady Guty
    Ady Guty
  • 4 oct 2016
  • 5 Min. de lectura

Manisha tomó su bicicleta, tal como hacía cada día cuando terminaban las clases de la escuela. Las niñas salían disparada de las aulas, igual que un arroyo escurridizo de risas y empujones, como una nube inmensa de trenzas con grandes lazos rojos ondeando al aire como si fueran comentas juguetonas.

Allí, entre las cuatro paredes de su aula, pitadas de verde pálido, ella era feliz. Se abría al infinito y apenas tenia tiempo de entenderlo todo: mundos desconocidos. ideas y vidas nuevas ... todo lo saboreaba, pues sabía que algún día, esa vida se le acabaría y empezaría un diferente.


Su madre la había ido instruyendo desde pequeña, sin embargo el futuro que le esperaba le daba miedo y, al pensar en ello, se le hacía un nudo en la garganta.

Ahora tenia once maravillosos años, y con un par más tendría que seguir los pasos de aquellos que estaba predestinado: la hipotecarían para toda la vida, le prepararían una pequeña dote y le buscarían un buen marido con el que casarse. Dejaría su casa para siempre y se uniría a otra familia... Aunque, bueno, eso habría de llegar en otro momento.


Siempre volvía por el mismo camino, y en el se encontraba con gente de cada día: la mujer que cargaba un cesto de ropa sobre la cabeza; el hombre que gesticulaba y regañaba a su viejo asno, que se negaba a moverse; las criaturas que corrían y perseguían un aro de hierro que se tambaleaba como si desafiara la ley de la gravedad. Mientras tanto, de su boca salían alegres namaste.


Finalmente, llegó a un camino de tierra y bajó de la bicicleta. Se puso bien el uniforme, se arregló las trenzas y, con paso de gacela, recorrió el ultimo tramo hasta su casa. Entró en ella esquivando de un salto el rangoli de colores que había dibujado a primera hora de la mañana. Le había quedado precioso. Para pintarlo, se había inspirado en su pensamiento del día: ESTAMOS EN MANOS DEL DESTINO. Un destino con Mayúsculas, pues sabía que había que estar abierta al paso de las cosas y los nuevos nacimientos, y dejar el pasado atrás.

Como cada día, al entrar en la casa besó los pies de su mamá; después, al asomar la cabeza por la cocina, la invadió una ráfaga de especias acompañada de las risas de sus hermanas ... Bueno, de hecho no eran realmente sus hermanas, sino el grupo de esposas de sus hermanos casados y sus criaturas.

La casa no era ni muy grande ni muy pequeña, y en una habitación había un armario de hierro en el que guardaba su ropa. ¡que gusto envolverse el cuerpo entre la suave tela de un sari!. Ensimismada frente al espejo, recuperaba su piel de mujercita india.


Después, se unía a la algarabía de la cocina. Algunos días le tocaba pelar cebollas; otros, pasearse por la casa con una criatura en cada brazo meciéndolas, y otros días, sentada entre cazuelas, explicaba, como quien comparte un tesoro, lo que había descubierto y aprendido en la escuela. Sus hermanas hacían comentarios y se reían, pero ella era feliz, aunque pensaba que nunca la comprenderían.

Aquel no era un día cualquiera, y se respiraba en el ambiente. Iba a venir la familia nueva pretendiente del ultimo hermano soltero que había en su casa.


Manisha era la maestra de ceremonias; su madre la había preparado para ello desde bien pequeña. Así que adornó toda la casa, preocupada por los pequeños detalles, pues en ellos está todo, ya que dan forma y llenan de esencia y contenido cada momento de la vida. Manisha había aprendido bien la lección.

Mientras quemaba incienso, recorría la casa recitando mantras de buenos augurios, pidiéndole a los dioses que allanasen los caminos para que el andar fuera ligero, que los destinos escritos en el cielo se cumplieran en la Tierra y, por último, que su hermano encontrara una mujer a quien amar.

La casa que estaba adornada con guirnaldas de flores naranjas cosidas por Manisha, se iba llenando de una nube espesa de incienso, haciendo que todo perdiera forma.


Desde que era pequeña, y al ser la única niña de la familia, se sentaba en la cocina y su madre, entre caricias y mimos, le decía: "tú serás la artista de la casa". Así pues, tal como se había hecho generación tras gereración, de madre a hija, aquella le había enseñado paso a paso el arte de hacer rangolis.

Primero había que preparar los finísimos polvos: Había que tomar granos de arroz y molerlos en el mortero con precisión y destreza; grano a grano. Al principio, el ruido era estridente, pero luego se convertía en algo suave, melodioso.

Su madre siempre le decía que era preferible hacer mucha cantidad en vez de quedarse corta, pues en sus manos tenía el destino de la casa y de quienes la habitaban.


Según la tradición, si al dibujar un rangoli quedaba un mínimo espacio, por pequeño que fuera, el mal y la desgracia podían entrar en sus vidas, y ni los rezos ni las ofrendas a la diosa Lakshmi bastarían para remediarlo.

Por ese motivo, Manisha siempre tenia un tarro de reserva. Echaba dos cucharaditas de la pasta de arroz en cuatro recipientes de plata. A uno le añadía cúrcuma; a otro, pimienta roja y al otro, una mezcla de especias que adquiría un tono de color verde oliva. Cuando lo tenía todo mezclado y había obtenido los colores que quería, se preparaba a si misma. Ante el pequeño altar presidido por las divinidades Ganesa y Shiva, se purificaba y les pedía la inspiración, el mismo aliento de Brahma que creó la vida. Después, con la escoba, limpiaba la entrada. No podía quedar ni la mas mínima pizca de algo capaz de romper la armonía de los colores y formas.


Con cuidado y precisión tomaba el recipiente que contenía la pasta de arroz blanco. Y con dos dedos, frotándolos entre sí suavemente, dejaba caer el polvo dibujando lotos, flores, animales, deidades y filigranas entretejidas dentro de un círculo. Del centro salían y nacían todas las cosas, como del punto más profundo de la Tierra, de donde goza la vida, del mismo modo que del vientre de la madre nacen los hijos.


Manisha se concentraba tanto que se olvidaba de lo que había alrededor y si la mirabas mientras dibujaba, era como si la envolviese una aureola.


Después venían los colores: amarillos, verdes, fucsias, rojos .... Cada trazo en su sitio, resaltando entre las finísimas lineas blancas. El suelo quedaba cubierto por la alfombra del rengoli más hermoso que se había visto jamas. Cada día uno nuevo, siempre mejor que el día anterior, pues detrás quedaban los buenos augurios y presagios para el nuevo día.


Al terminar, se lavaba las manos e iba a buscar a su mamá para enseñarle lo que había aprendido de ella, y juntas, madre e hija, se fundían en un abrazo ... de esos que unen cielo y tierra y, al mismo tiempo, la Tierra y el Universo; con esa misma fuerza poderosa, del amor, que tal vez aquel día habría de unir definitivamente dos vidas: la de un hombre y la de una mujer.


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